El sabor metálico de su propia sangre le invadió la boca sin previo aviso. Sus colmillos habían crecido y le lastimaban el labio inferior. No sentía dolor, sino sed. Una sed que ella no comprendía, que no llegaría a entender nunca. Le quemaba la garganta. Le secaba la boca. A pesar de no ser un vampiro, Grimm tenía sed de ella desde que había probado su sangre. Unas gotas habían sido suficientes para condenarlo de por vida. Para atarlo a un deseo de exquisita y prohibida destrucción.